El Reloj
Subo el elevador en el cuarto piso de la
clínica veintiuno, me dirijo a cuidar a mi padre quien se encuentra internado
desde hace tres días por problemas renales, con diecisiete años es un reto para
mí. Sentado en una silla a un costado de la cama, lo observo con mirada
instigadora; con los ojos cerrados, respirando con dificultad, con pequeños
tubos que se introducen por los orificios de su nariz y agujas que se clavan en
las venas que sobresalen en sus brazos. Mi mente se va hacia los recuerdos de
mi infancia, en particular uno. Rememoro con dolor las tardes que pasaba en la
casa de la vecina, quien me cuidaba después de la escuela porque mis padres
trabajaban. En mi memoria esta una mochila color azul llena de carritos con los
que jugaba en lo que esperaba a que uno de los dos pasara por mí, evoco con
nostalgia una pequeña almohada color verde, que me acompañaba a cada lugar que
iba y estaba, esa almohada es fiel testigo de las lágrimas que han derramado
mis ojos del dolor de no entender y comprender porque mis padres me dejaban en
casas ajenas.
La noche cae en la clínica y tiendo una
cobija en el piso, debajo de la cama donde se encuentra mi padre, tengo frio,
me hago bolita y me abrazo a mí mismo. Llueve y un trueno interrumpe la pesadilla
que estaba teniendo, diez minutos después vuelvo a dormir.
Son las siete de la mañana, abro los ojos
al mismo tiempo que mi padre, verlo a los ojos me produce una extraña sensación
y siento un retorcijón en el estómago, ver sus ojos tristes, cansados y
perdidos, hacen que unas pequeñas lagrimas se asomen en mis mejillas, quiero irme,
escapar, pero siento que mi padre quiere decirme algo. le doy un abrazo, un
beso en la frente y despliega su mano para darme algo antes de cerrar los ojos
que no volvería abrir jamás. Era un reloj sencillo marca Casio que al presionar
un botón prendía una luz amarilla que permitía ver la hora en la obscuridad. Un
par de veces le pedí, casi le roge, que me lo regalara, a lo que él me
respondía con un rotundo no. Me quedaba con un coraje que luego de unos minutos
se convertía en una tristeza profunda que duraba unos días. Así que el reloj
que me dio esa mañana lo atesore como si tuviera el santo grial. Ese reloj estaba
en mi muñeca, solo me lo quitaba para dormir y bañarme, porque, aunque era un
reloj resistente al agua, desconfiaba de esa afirmación.
Después
del fallecimiento de mi padre tuve una época difícil; abandoné el bachillerato,
empecé a fumar mariguana y me la pasaba en la calle con mis amigos; hasta que
mi primo Jose, a petición de mi madre, me consiguió un empleo de mensajero en
la oficina donde él trabajaba, este empleo me permitía obtener algo de dinero
para seguir caminando mi vida errante. Una tarde, de regreso a casa observo
subir al camión a un jovenzuelo con lentes obscuros y con una sudadera de frio
con gorro puesto en pleno verano, yo me encontraba sentado en el asiento que
esta junto a la ventana y en un abrir y cerrar de ojos, este chaval ya estaba
sentado junto a mí, en el asiento que da al pasillo. El camión avanzó unas
calles más y cuando por fin me decidí a cambiarme de asiento, este saco una
navaja y me la puso en las costillas y con una voz amenazadora me dijo que le
diera el reloj, a lo que por supuesto me negué. El asaltante me golpeo un par
de veces antes de clavarme la navaja en el abdomen, me quito el reloj y bajo
corriendo del camión, me quedé desangrándome en el pasillo. En la ambulancia
que me llevaba al hospital lloraba de rabia, la ira contenida hacia que el
dolor de la herida pasara desapercibida, solo me decía a mí mismo que ojala me
lo volviera a encontrar. Salí de la cruz verde seis horas después con doce
puntadas en el lado derecho de mi abdomen, los siguientes tres días me la pasé
completamente acostado, guardando reposo. Experimentaba unas emociones
encontradas, por un lado, enojo por haber perdido el reloj y, por otro lado,
tristeza por lo que eso representaba; dado que mi padre y yo nunca fuimos muy
unidos, el reloj que me había dejado era la prolongación de su presencia, lo
estaba viviendo como una segunda muerte de mi padre, el duelo apenas iniciaba.
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